viernes, 26 de noviembre de 2010

El Tango y el Peronismo - Hoy: ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO




Por Anamaría Blasetti
Especial para DESCAMISADA

Enrique Santos Discépolo, nacido el 27 de marzo de 1901 supo desde pequeño del amargo sabor de los días, ya que a los 8 años quedó huérfano, siendo llevado a vivir a la casa de una tía, donde pasaba la mayor parte del tiempo en un sótano. Tenía un diminuto globo terráqueo al que decidió cubrir enteramente con cinta negra; así veía él el mundo: cruel y oscuro.
Ya afloraba ese carácter que lo delató en toda su existencia. Su padre –Santo Discépolo– había llegado un día, de Italia, con su profesión de músico y artista, y dos de sus hijos –Armando (el dramaturgo) y Enrique Santos, el múltiple– aprendieron de aquella vocación que se lleva en la sangre y no se puede detener: lo artístico y la elocuencia de los escenarios.
Enrique Santos era un juglar, un histrión y buen amigo. Ya desde su más temprana juventud se lo halló comprometido con su tiempo. Además de poeta y músico, fue director e intérprete cinematográfico y teatral, gremialista en Sadaic y también hombre de radio; aunque a los dieciséis años consideraba que su única meta era el teatro, tal vez influido por el lugar destacado que ocupaba en ese género su hermano Armando.
Enrique debutó como actor en el teatro Mayo, en una pieza de José Antonio Saldías, y al año siguiente se incorporó al elenco de Roberto Casaux, figurando como Enrique Santos, tal vez por respeto al prestigio que el apellido Discépolo había alcanzado a través de su hermano. También prescinde de su apellido en sus primeras incursiones como autor teatral: “Los duendes”; “Páselo, cabo”, ambas escritas en colaboración con Mario Folco; “El señor cura”, en colaboración con Miguel Gómez Bao; y la comedia de su exclusividad en la que también actúa encarnando al protagonista: “Día feriado”.
Cierra su primer ciclo teatral con “El organito”, pieza grotesca que se estrena en el teatro Nacional en 1925, el mismo año en que debuta como compositor con el tango “Bizcochito”, cuya letra pertenece a Saldías; pero su estreno carece de resonancia, lo mismo que “¿Qué vachaché?”. La primera satisfacción como compositor se la brinda “Esta noche me emborracho”, tango que estrena Azucena Maizani en 1928, el mismo año en que se produce su encuentro con “la gallega que canta tangos”, como es llamada por esos días la toledana Tania, que había venido a Buenos Aires como integrante de una compañía de music hall, y empezó a interpretar tangos con acento castizo.
Nace entonces un romance, a partir del cual compartirán giras, triunfos y vicisitudes, surgiendo muchos tangos de los que Enrique es autor de la letra, la música o ambas cosas, y la mayoría de ellos son estrenados por Tania.
Otra vez el treatro ocupa un lugar importante en sus actividades, que reparte como actor, autor y director: “¡Levántate y anda!”, “Fin de jornada”, “Fábrica de juventud”, “Caramelos surtidos”, “Historia del tango en dos horas”,  “Wunder bar”… Incursiona en radio e interviene en las películas “Melodías porteñas”, “Cuatro corazones”, “Mateo” y “Mustafá”, dirigiendo a Tito Lusiardo en “Un señor mucamo”; a Paulina Singerman, en “Caprichosa y millonaria”; a Pepe Arias, en “Fantasmas en Buenos Aires”; a Niní Marshall, en “Cándida, la mujer del año”. A esa lista hay que agregar “Yo soy un criminal”; “Yo no elegí mi vida”, y “El hincha”, película en la que es autor e intérprete, estrenada ocho meses antes de su muerte.
Para entonces, ya había obtenido un marcado éxito con “¡Blum!”, pieza teatral que lo ha contado como coautor e intérprete.
Roberto Tálice dijo de él: “uno tiene la impresión de que un haz de nervios recogidos han de desatarse de golpe”. Y así era él, la vida porteña le dio un matiz de gris y llovizna; tenía la voz apurada, el ademán rápido, la expresión de convencimiento a flor de labios y la desesperación por conseguir del otro un pequeño reconocimiento humano.
Todos los tangos de Discépolo son estados de ánimo, vicisitudes, ver lo que le pasa al otro y dibujarlo con letra y música sobre un pentagrama, que sin saberlo él, no sólo presenta las fronteras en aquel presente, sino que siguen en este hoy y se proyectarán en el futuro.
Por eso digo y lo sostengo: Discépolo fue un juglar, y juglar para cantarle al pueblo las épocas que se han ido y las que vendrán.
Tangos inolvidables como “Cafetín de Buenos Aires”, “Cambalache”, “Uno”, “Tormento”, “Desencanto”, “Que va cha ché”, “Victoria”, “Yira yira”, “Canción desesperada”, “Tres esperanzas”, “Infamia”, “Chorra”, “Justo el 31”, serán el homenaje permanente de los cantantes de siempre, ya que cada vez que se canta algo de Discépolo, es para el pueblo ¡y para el pueblo se lo canta!
Homero Manzi le puso un apodo del que jamás podría desprenderse: “Discepolín”, apodo que en 1951 se convirtió en el título de un tango cuya letra Manzi escribió en medio de la noche y de inmediato se la transmitió telefónicamente a Aníbal Troilo, quien, superando la somnolencia de su sueño interrumpido, compuso la música en una hora. De este modo nació ese perfecto retrato de Discépolo:
“Sobre el mármol helado, migas de medialuna,
y una mujer absurda que come en un rincón;
tu musa está sangrando y ella se desayuna;
el alba no perdona, no tiene corazón.
Al fin, ¿quién es culpable de la vida grotesca,
ni del alma manchada con sangre de carmín?
Mejor es que salgamos antes de que amanezca,
antes de que lloremos, viejo Discepolín…

Conozco tu largo aburrimiento
y comprendo lo que cuesta ser feliz,
y al son de cada tango te presiento
con tu talento enorme y tu nariz;
con tu lágrima amarga y escondida,
con tu careta pálida de clown,
y con esa sonrisa entristecida
que florece en verso y en canción.

La gente se te arrima con su montón de penas,
y tú las acaricias casi con un temblor,
te duele como propia la cicatriz ajena,
aquél no tuvo suerte, y ésta no tuvo amor.
La pista se ha poblado al ruido de la orquesta,
se abrazan bajo el foco muñecos de aserrín.
¿No ves que están bailando? ¿No ves que están de fiesta?
Vamos, que todo duele, viejo Discepolín…”

A Discépolo le dolió demasiado el que para algunos de sus "amigos" la ideología valiera más que la amistad; elegido por la Subsecretaría de  Informaciones de la Nación para transmitir un ciclo de charlas radiofónicas tituladas "A mí me la vas a contar?", que venía a ser la reacción de un hombre del pueblo ante los argumentos tendenciosos que los opositores esgrimían para combatir al gobierno, se dirigía a cada uno de ellos llamándolo "Mordisquito", y lamentablemente -dolorosamente- pudo comprobar que entre sus "amigos" había unos cuantos "Mordisquito"… Por eso, no murió de una enfermedad; murió de tristeza.
La víspera de la muerte de Discépolo, acaecida el 23 de diciembre de 1951, consultado telefónicamente respecto a su estado de salud, responde a Abel Santa Cruz:
–¿Qué tengo? ¡Vergüenza tengo! ¿Vos sabés lo que significa reunir a los médicos más importantes de Buenos Aires y pelear todos juntos contra este problema que les doy? ¿Querés que te diga qué es lo mío? ¡Karadagian luchando contra la pulga!
A la noche siguiente, ese hombre menudo y frágil de 40 kilos de peso, después de decir con el último hilo de voz: “Tania, tengo frío… tengo frío…”, aferraba débilmente su mano a la de su gran amigo Osvaldo Miranda, en una patética, imborrable despedida…
Aunque sigue estando con nosotros, porque sus letras son el presente de todos los tiempos… aunque hayan desaparecido los tranvías y los bares cambiaran de fisonomía, aunque se renueven los personajes. 

Con todo respeto
Anamaría Blasetti
anamariablas@yahoo.com.ar

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